Otros tiempos contemplaban a la ciudad. La Sevilla que se pregona eterna poco tenía que ver con
la que hemos recibido en herencia en el siglo XXI. Monumentos, viario,
fiestas, etc. son quizás el único testigo de los años que separan a la
Hispalis moderna, aquella que en las vistas se intitulaba con la leyenda
Qui non ha vista, non ha vista maravilla, de esta Sevilla pretendidamente cosmopolita, pero tan distante de ese adjetivo, y sin alma. Pero no es esto un alegato a Los cielos que perdimos,
sino algo muy diferente. Estas líneas son más bien dos trazos de lo que
era el sevillano moderno y lo que es, somos, en la actualidad. La
diferencia, verán, es nítida.
Corría el año de 1521 –expresión muy válida en el positivismo ya totalmente en desuso- cuando la ciudad se agitó. Los habitantes venían arrastrando una escasez de alimentos básicos
desde hacía, al menos de forma general, un par de años y la solución
estaba distante de alcanzarse. Las demandas de socorro ante el Rey caían
en un saco roto y lejano, pues Carlos se hallaba inmerso en sus asuntos
del Sacro Imperio y su atención sobre Castilla estaba prácticamente
centrada en el conflicto de las Comunidades. El auxilio ante el asistente
–el equivalente al alcalde actual- Sancho Martínez de Leyva tampoco
obtenía la respuesta necesaria como para llenar estómagos y tras un duro
invierno en el que se vaciaron los pocos graneros que aún hacían honor a
su nombre, el “problema” había de resolverse como fuese. En torno a Omnium Sanctorum no quedó otra que tomar una vieja bandera sinople arrebatada al moro y levantarse en una rebeldía que, como la inmensa mayoría, terminó con unas cuantas cabezas adornando las puertas del palacio de los Marqueses de la Algaba.
Pues bien, aunque no me gusta contradecir el refranero, ante esto me cuestiono: de aquellos polvos…
¿estos lodos? Asistimos en la actualidad a un espectáculo realmente
vergonzoso en el que los escándalos de corrupción se encadenan unos tras
otros entre Ayuntamiento, Diputación y Junta de Andalucía, siendo
además narrados casi minuto a minuto por los medios de comunicación. El
último, el caso Madeja, parece ser según las investigaciones
judiciales que se compone de una corruptela al menos de una década,
sirviéndonos para calificar estas “desviaciones de poder” en nuestro
entorno como “procesos de larga duración”, que diría el bueno de Fernand
Braudel.
Pero ante estos robos flagrantes a la
cartera del sevillano a tres niveles –municipal, provincial y regional-
parece ser que la respuesta es la pasividad absoluta. No llevamos años
de escasez general alimenticia –al menos a nivel general-, no fallece la
gente por una epidemia masiva y no especulan con los pocos recursos a
disposición -¿o sí?-, pero desde luego no estamos pasando por un momento
que pueda calificarse como boyante cuando el Banco de Alimentos -¡otro
monumento!- no para de realizar peticiones desesperadas de víveres o los
diferentes comedores sociales se muestran como las nuevas “avenidas”
(riadas) que padece la ciudad. Podría parecer esto una llamada a la
revuelta, que no lo es, pero la realidad es que la indolencia sevillana
ante los hurtos y la escasa respuesta que los gobernantes ofrecen está
rayando lo ignominioso. Y es que al final, aquel viejo ideal
maquiaveliano –adjetivo más para Niccolo que para su obra- de que es
preferible gobernar sobre súbditos que sobre ciudadanos ha alcanzado su
punto máximo de realización en el siglo XXI. Ni tenemos pendón verde, ni
los panaderos nos asfixian, pero para qué vamos a movernos si están proyectando muñecos en la plaza de San Francisco.
Ismael Jiménez
Fuente: sevillareport
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